El espectáculo de jineteada tiene mucho de actualizado
circo romano donde una alta cuota de violencia implícita pasa casi
inadvertida. Este bien armado circo no deja de ser un gran negocio para
algunos pocos, y quizás allí radica el secreto de su vigencia. Si lo
analizamos, vemos que detrás de una fachada de tradicionalismo hay un
actor forzado que es el caballo. Ese caballo genuino, sinónimo y símbolo
de nuestra verdadera idiosincrasia, es sometido al sufrimiento y al
vejamen en nombre de la tradición, como si lo que conlleva ese término
autorizara al hombre a disponer discrecionalmente de su destino.
¿Es ético aceptar que para que muchos se diviertan los
caballos deban padecer las reiteradas puñaladas de la espuela, la marca
ardiente del rebencazo y la llaga sangrante de la encía herida por el
ceñido bocado de lonja, cuando no de cadena envuelta en trapo? A mí,
como domador, me compete defender los derechos de los potros, por eso me
repugna que en esos espectáculos, que volvieron a ser noticia
recientemente por la muerte de algunos caballos, las más de las veces se
premia el horror por el que pasa el noble animal con un fervoroso
aplauso.
Hay una diferencia abismal entre jineteada y
amanse-doma. Mientras la jineteada es una demostración de destreza
ególatra y primitiva, el amanse-doma es un proceso educativo y
persuasivo que respeta la integridad psicológica y física del potro.
Entonces, amansar y domar sería ayudar a que los caballos aprendan cosas
útiles para el trabajo, el deporte y la equinoterapia.
La selección de caballos para las jineteadas es uno de
los puntos más críticos, ya que se prueban caballos que tienen todas las
chances de ser amansados con espuelas y a veces con artefactos
inventados, como botas rellenas con hormigas y puntas que hacen que el
caballo corcovee desesperadamente, para decidir qué caballo sirve y cuál
no. También es común que se convoque a un grupo de chicos que, por el
asado y la cerveza, prueban los caballos; a veces montan alcoholizados a
los potros, que hasta entonces están vírgenes.
Más allá de los riesgos que esto implica, el descarte
de estos caballos también está asegurado, ya que luego de estas pruebas
ya nadie quiere comprarlos ni domarlos y van indefectiblemente a parar
al frigorífico. Lo mismo pasa con caballos que dejan de corcovear con
tanta energía; una vez que ocurre esto, son enviados a lo que se conoce
como el tacho. En la provincia de Buenos Aires y en casi todo el
interior del país hay caudillos de las jineteadas que manejan algo
parecido a un mercado negro de caballos. Recolectan potros por los
campos y los compran al valor de la carne o menos. En general, se pagan
precios abusivos a paisanos de campo adentro que no saben leer ni
escribir. Estos personajes casi mafiosos son mercaderes de la muerte de
los caballos, porque por una u otra vía el caballo siempre termina en el
frigorífico. Son poquísimos los casos de caballos que se salvan de esta
triste realidad una vez que han entrado en este círculo.
Tanto jinetes como admiradores de esta práctica son
casi inocentes partícipes de un negocio muy cruel; no cortan ni pinchan,
y sólo pasan el rato entre choripanes, vino, alegría y morbo.
Concurren en familia y con los niños, que crecen con la
idea de que lo que están viendo es lícito y, peor aún, creen que es
algo digno de admirar.
Se trata de una cuestión cultural, y la tradición es
herencia, pero tenemos que entender que debemos dejarles a los que nos
siguen una herencia más sana, sustentable y positiva.
Fuente: La Nacion
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